La medicina y la realidad de los universales
Cap.I,Iv
Las enfermedades no son entidades. Observamos gentes enfermas de neumonía, de sífilis, de diabetes, de fiebre tifoidea, etc. Construimos en seguida hechos universales, abstracciones que llamamos enfermedades. La enfermedad representa la adaptación del organismo a un agente patógeno o su destrucción progresiva por este agente. Adaptación y destrucción adquieren la forma del individuo que las sufre y el ritmo de su tiempo interior. El cuerpo se destruye con mucha más rapidez por medio de una enfermedad degenerativa durante la juventud que durante la vejez. Responde de una manera específica a todo enemigo. El sentido de su respuesta depende de las propiedades inmanentes de sus tejidos. La angina de pecho, por ejemplo, anuncia su presencia por medio de un dolor agudo. Se diría que el corazón es oprimido por una garra de acero. Pero la intensidad del dolor varía según la sensibilidad de los individuos. Cuando esta sensibilidad es débil, la enfermedad adquiere otro aspecto. Sin advertencia alguna, sin dolor previo siquiera, mata a su víctima. Se sabe que la fiebre tifoidea produce fiebre, depresión, y que es una, enfermedad grave que exige una estadía prolongada en un hospital. Sin embargo, hay individuos que, aunque atacados por esta afección, continúan cumpliendo con sus habituales obligaciones. En el curso de las epidemias de gripe, de difteria, de fiebre amarilla, etc. hay unos enfermos no experimentan sino una pequeña fiebre y malestar. Reaccionan así a la infección, gracias a las cualidades inherentes de sus tejidos. Como ya lo sabemos, los mecanismos de adaptación que nos protegen contra los microbios y los virus, varían según el temperamento de cada uno de nosotros. Cuando el organismo es incapaz de resistencia, en el cáncer por ejemplo, su destrucción se lleva s efecto también con sus propias características. Un cáncer al pecho conduce rápidamente a la muerte a una mujer joven. [ [10]] En la extrema vejez, por el contrario, evoluciona a menudo con gran lentitud. La enfermedad es un acontecimiento personal. Adquiere el aspecto del individuo. Existen tantas enfermedades diferentes como enfermos diferentes.
Sin embargo, sería imposible construir una ciencia de la medicina, si nos contentáramos con compilar un gran número de observaciones individuales. Es preciso clasificar los hechos y simplificarlos por medio de abstracciones. Así es cómo ha nacido la enfermedad y se han podido escribir los tratados de medicina. Se ha edificado una especie de ciencia groseramente descriptiva, rudimentaria, imperfecta pero cómoda, indefinidamente susceptible de perfección, y fácil de enseñar. Desgraciadamente los médicos no están contentos con este resultado. No han comprendido que los tratados que describen entidades patológicas contienen únicamente una parte de los conocimientos necesarios para el que pretende cuidar a los enfermos. No puede bastarle al médico el conocimiento de la ciencia de las enfermedades. Hace falta que distinga con claridad al ser humano enfermo descrito en los libros de medicina, del enfermo concreto ante el cual se encuentra, enfermo que debe, no sólo ser estudiado, sino confortado, consolado y curado. Su papel consiste en descubrir en cada paciente las características de su individualidad, su resistencia propia al agente patógeno, el grado de su sensibilidad al dolor, al valor de todas sus actividades orgánicas, su pasado y su porvenir. No debe predecir el futuro de un individuo por medio del cálculo de probabilidades, sino, y muy especialmente, por medio de un análisis profundo de la personalidad humoral que satura a sus tejidos y de su psiquis. En suma, la medicina, cuando se limita al estudio de las enfermedades, se amputa una parte de si misma.
Muchos médicos se obstinan en no perseguir sino abstracciones. Otros, sin embargo, creen que el conocimiento del enfermo es tan importante como el de la enfermedad. Los primeros se contentan con permanecer en el dominio de los símbolos. Los otros sienten la necesidad de aprehender lo concreto. Se puede, pues, observar en torno de las escuelas de medicina la vieja disputa de nominalistas y realistas. La medicina científica establecida en sus palacios defiende, como la Iglesia de la Edad Media, la realidad de lo universal. Anatematiza a los nominalistas que, a ejemplo de Abelardo, consideraron lo universal y las enfermedades, como creaciones de nuestro espíritu, y a los enfermos como la única realidad. La verdad es que la medicina debe ser, a la vez, nominalista y realista. Hace falta que estudie al individuo como estudia la enfermedad. Quizás la desconfianza que el público siente cada vez más por ella y la ineficacia y a veces el ridículo de la terapéutica, se deben a la confusión de los símbolos indispensables, para la edificación de las ciencias médicas y del paciente concreto. La falta de éxito de los médicos proviene de que viven en un mundo imaginario. Ven en sus enfermos las enfermedades descritas en los tratados de medicina. Son víctimas de la creencia en la realidad de lo universal. Por otra parte, confunden los conceptos de espíritu y de método, de ciencia de tecnología. No se les alcanza que el ser humano es un todo, que las funciones de adaptación se extienden a todos los sistemas orgánicos y que las divisiones anatómicas son artificiales. La separación del cuerpo en partes ha sido hasta el presente ventajosa para ellos, pero es peligrosa y costosa para los enfermos. Finalmente, lo será también para los médicos. Importa que la medicina tome en cuenta la naturaleza del hombre, su unidad y su unicidad. Su sola razón de ser es el consuelo de los sufrimientos y la curación del individuo. Ciertamente es necesario que se sirva de los métodos y del espíritu de la ciencia. Debe llegar a ser capaz de prevenir las enfermedades, de reconocerlas y tratarlas, pero no constituye una disciplina del espíritu. No hay motivo válido para que se la cultive por sí misma ni por la ventaja de los que la practican. Es, al mismo tiempo, el más difícil de los conocimientos y no puede ser asimilada a ciencia alguna. El que la enseña no puede ser un profesor como los otros. Mientras que sus colegas, especializados en el estudio de la anatomía, de la fisiología, de la química, de la patología, de la farmacopea, etc., tienen un campo limitado, a la medicina le es necesario adquirir conocimientos casi universales. Debe el médico, además, tener juicio seguro, gran resistencia física y una actividad incesante. Se le impone una tarea muy diferente de la que es impuesta a los sabios. Éstos, en efecto, pueden continuar viendo símbolos en el mundo. Los médicos, a la inversa, se encuentran, a la vez, en presencia de la realidad concreta y de las abstracciones científicas. Hace falta que su pensamiento coja a la vez los fenómenos y los símbolos; que indague dentro de los órganos y dentro de la conciencia; que penetre con cada individuo en un mundo diverso. Se exige el “tour de force” de que construyan una ciencia de lo estrictamente particular. Por cierto, tienen el recurso de aplicar a cada enfermo sus conocimientos científicos, como puede vestirse con el mismo traje a personas cuya talla es desigual Pero no llenan de verdad su papel, sino cuando sorprenden en nosotros lo que nos es característico. Su éxito depende no sólo de su ciencia, sino de su habilidad para captar lo especifico, que hace de cada ser humano un individuo.
Cap.I,Iv
Las enfermedades no son entidades. Observamos gentes enfermas de neumonía, de sífilis, de diabetes, de fiebre tifoidea, etc. Construimos en seguida hechos universales, abstracciones que llamamos enfermedades. La enfermedad representa la adaptación del organismo a un agente patógeno o su destrucción progresiva por este agente. Adaptación y destrucción adquieren la forma del individuo que las sufre y el ritmo de su tiempo interior. El cuerpo se destruye con mucha más rapidez por medio de una enfermedad degenerativa durante la juventud que durante la vejez. Responde de una manera específica a todo enemigo. El sentido de su respuesta depende de las propiedades inmanentes de sus tejidos. La angina de pecho, por ejemplo, anuncia su presencia por medio de un dolor agudo. Se diría que el corazón es oprimido por una garra de acero. Pero la intensidad del dolor varía según la sensibilidad de los individuos. Cuando esta sensibilidad es débil, la enfermedad adquiere otro aspecto. Sin advertencia alguna, sin dolor previo siquiera, mata a su víctima. Se sabe que la fiebre tifoidea produce fiebre, depresión, y que es una, enfermedad grave que exige una estadía prolongada en un hospital. Sin embargo, hay individuos que, aunque atacados por esta afección, continúan cumpliendo con sus habituales obligaciones. En el curso de las epidemias de gripe, de difteria, de fiebre amarilla, etc. hay unos enfermos no experimentan sino una pequeña fiebre y malestar. Reaccionan así a la infección, gracias a las cualidades inherentes de sus tejidos. Como ya lo sabemos, los mecanismos de adaptación que nos protegen contra los microbios y los virus, varían según el temperamento de cada uno de nosotros. Cuando el organismo es incapaz de resistencia, en el cáncer por ejemplo, su destrucción se lleva s efecto también con sus propias características. Un cáncer al pecho conduce rápidamente a la muerte a una mujer joven. [ [10]] En la extrema vejez, por el contrario, evoluciona a menudo con gran lentitud. La enfermedad es un acontecimiento personal. Adquiere el aspecto del individuo. Existen tantas enfermedades diferentes como enfermos diferentes.
Sin embargo, sería imposible construir una ciencia de la medicina, si nos contentáramos con compilar un gran número de observaciones individuales. Es preciso clasificar los hechos y simplificarlos por medio de abstracciones. Así es cómo ha nacido la enfermedad y se han podido escribir los tratados de medicina. Se ha edificado una especie de ciencia groseramente descriptiva, rudimentaria, imperfecta pero cómoda, indefinidamente susceptible de perfección, y fácil de enseñar. Desgraciadamente los médicos no están contentos con este resultado. No han comprendido que los tratados que describen entidades patológicas contienen únicamente una parte de los conocimientos necesarios para el que pretende cuidar a los enfermos. No puede bastarle al médico el conocimiento de la ciencia de las enfermedades. Hace falta que distinga con claridad al ser humano enfermo descrito en los libros de medicina, del enfermo concreto ante el cual se encuentra, enfermo que debe, no sólo ser estudiado, sino confortado, consolado y curado. Su papel consiste en descubrir en cada paciente las características de su individualidad, su resistencia propia al agente patógeno, el grado de su sensibilidad al dolor, al valor de todas sus actividades orgánicas, su pasado y su porvenir. No debe predecir el futuro de un individuo por medio del cálculo de probabilidades, sino, y muy especialmente, por medio de un análisis profundo de la personalidad humoral que satura a sus tejidos y de su psiquis. En suma, la medicina, cuando se limita al estudio de las enfermedades, se amputa una parte de si misma.
Muchos médicos se obstinan en no perseguir sino abstracciones. Otros, sin embargo, creen que el conocimiento del enfermo es tan importante como el de la enfermedad. Los primeros se contentan con permanecer en el dominio de los símbolos. Los otros sienten la necesidad de aprehender lo concreto. Se puede, pues, observar en torno de las escuelas de medicina la vieja disputa de nominalistas y realistas. La medicina científica establecida en sus palacios defiende, como la Iglesia de la Edad Media, la realidad de lo universal. Anatematiza a los nominalistas que, a ejemplo de Abelardo, consideraron lo universal y las enfermedades, como creaciones de nuestro espíritu, y a los enfermos como la única realidad. La verdad es que la medicina debe ser, a la vez, nominalista y realista. Hace falta que estudie al individuo como estudia la enfermedad. Quizás la desconfianza que el público siente cada vez más por ella y la ineficacia y a veces el ridículo de la terapéutica, se deben a la confusión de los símbolos indispensables, para la edificación de las ciencias médicas y del paciente concreto. La falta de éxito de los médicos proviene de que viven en un mundo imaginario. Ven en sus enfermos las enfermedades descritas en los tratados de medicina. Son víctimas de la creencia en la realidad de lo universal. Por otra parte, confunden los conceptos de espíritu y de método, de ciencia de tecnología. No se les alcanza que el ser humano es un todo, que las funciones de adaptación se extienden a todos los sistemas orgánicos y que las divisiones anatómicas son artificiales. La separación del cuerpo en partes ha sido hasta el presente ventajosa para ellos, pero es peligrosa y costosa para los enfermos. Finalmente, lo será también para los médicos. Importa que la medicina tome en cuenta la naturaleza del hombre, su unidad y su unicidad. Su sola razón de ser es el consuelo de los sufrimientos y la curación del individuo. Ciertamente es necesario que se sirva de los métodos y del espíritu de la ciencia. Debe llegar a ser capaz de prevenir las enfermedades, de reconocerlas y tratarlas, pero no constituye una disciplina del espíritu. No hay motivo válido para que se la cultive por sí misma ni por la ventaja de los que la practican. Es, al mismo tiempo, el más difícil de los conocimientos y no puede ser asimilada a ciencia alguna. El que la enseña no puede ser un profesor como los otros. Mientras que sus colegas, especializados en el estudio de la anatomía, de la fisiología, de la química, de la patología, de la farmacopea, etc., tienen un campo limitado, a la medicina le es necesario adquirir conocimientos casi universales. Debe el médico, además, tener juicio seguro, gran resistencia física y una actividad incesante. Se le impone una tarea muy diferente de la que es impuesta a los sabios. Éstos, en efecto, pueden continuar viendo símbolos en el mundo. Los médicos, a la inversa, se encuentran, a la vez, en presencia de la realidad concreta y de las abstracciones científicas. Hace falta que su pensamiento coja a la vez los fenómenos y los símbolos; que indague dentro de los órganos y dentro de la conciencia; que penetre con cada individuo en un mundo diverso. Se exige el “tour de force” de que construyan una ciencia de lo estrictamente particular. Por cierto, tienen el recurso de aplicar a cada enfermo sus conocimientos científicos, como puede vestirse con el mismo traje a personas cuya talla es desigual Pero no llenan de verdad su papel, sino cuando sorprenden en nosotros lo que nos es característico. Su éxito depende no sólo de su ciencia, sino de su habilidad para captar lo especifico, que hace de cada ser humano un individuo.
-------------------------------------------------------------------------------------------------[10] )- Nuevamente: recuérdese que el autor se refiere al estado de la ciencia médica en 1935. A pesar de que el cáncer sigue siendo una de las enfermedades más serias y graves, afortunadamente tenemos más medios y recursos para combatirlo y – sobre todo – para detectarlo a tiempo. (N. del T.)
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