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Valle De Los Reyes, Egipto

sábado, enero 26, 2008

Los individuos se distinguen fácilmente los unos de los otros por los rasgos de su fisonomía

web.usal.es
cap.I,II
La individualidad de los tejidos y de los humores.

Los individuos se distinguen fácilmente los unos de los otros por los rasgos de su fisonomía, sus gestos, su andar, sus caracteres intelectuales y morales. A pesar de los cambios que aporta el tiempo a su aspecto exterior, su identidad puede ser establecida gracias a las dimensiones de ciertas partes de su esqueleto, como lo demostró Bertillon. De igual modo, las líneas de la yema de los dedos constituye un caracter indeleble. La huella digital es la verdadera firma del individuo. Pero el aspecto de la piel es sólo una expresión de la individualidad de los tejidos. En general, la del individuo no se traduce por particularidad morfológica alguna. Las células de la glándula tiroides, del hígado, de la piel, etc., resultan idénticas a las de otro individuo. El corazón late más o menos de la misma manera, en todas las personas. La estructura y las funciones de los órganos no parecen ser específicos en cada uno de nosotros. Pero es de suponer que encontraríamos aún en ellos caracteres individuales, si nuestros métodos de examen fueran más refinados. Algunos perros poseen un sentido olfativo tan desarrollado que reconocen el olor particular de su amo en medio de una muchedumbre de personas. Los tejidos de nuestro cuerpo son capaces de percibir el aspecto específico de nuestros humores, y no se acomodan absolutamente a los humores de otro individuo.
La individualidad de los tejidos se manifiesta de la manera siguiente: se colocan en la superficie de una herida fragmentos de piel arrancados, los unos al paciente mismo, los otros a un pariente o a un amigo. Al cabo de algunos días los injertos que pertenecen al paciente se adhieren a la herida y se desarrollan. Los injertos extraños se desprenden y desaparecen. Los primeros sobreviven y los segundos mueren. Ocurre, pero en forma muy excepcional, que los individuos se parezcan lo suficiente para poder cambiar sus tejidos.
En otra ocasión, Cristiani transplantó a una niñita cuya glándula tiroides funcionaba mal, fragmentos de la tiroides de su madre. La niña sanó. Al cabo de unos doce años, se casó y quedó embarazada. Los injertos vivían aún, y aumentaron de volumen como lo hace en circunstancias semejantes la glándula tiroides normal. Entre dos gemelos absolutamente idénticos, los transplantes glandulares se harían sin duda con éxito. Por regla general, los tejidos de un individuo rehúsan aceptar los de otro. En el transplante del riñón, por ejemplo, cuando la circulación sanguínea queda restablecida, por medio de la sutura de los vasos, el órgano funciona en seguida. Se comporta primero de un modo normal. Al cabo de algunas semanas,, sin embargo, aparecen albúmina y después sangre en la orina, y una enfermedad muy semejante a la nefritis, conduce rápidamente a la atrofia del riñón. Pero si el órgano injertado pertenece al propio animal, se hace cargo de un modo integral y permanente de sus funciones. Los humores reconocen, en los tejidos extraños, diferencias de constitución que no son descubiertas de ninguna otra manera. Los tejidos son específicos del individuo al cual pertenecen. Es este carácter especialísimo el que ha impedido hasta el presente la utilización terapéutica del transplante de los órganos. [ [8]]
Los humores poseen una especifidad análoga. Ésta se traduce por cierto efecto del suero sanguíneo de un individuo sobre las células del otro individuo. A menudo los glóbulos rojos de la sangre se aglutinan los unos con los otros, bajo la influencia del suero. Este fenómeno es el que producía antes los accidentes provocados por la transfusión de sangre. Es, pues, indispensable que los glóbulos del hombre que da su sangre, no sean aglutinados por el suero del paciente. Después de un notable descubrimiento de Landsteiner, los seres humanos se dividen en cuatro grupos, cuyo conocimiento es esencial para el éxito de la transfusión. El suero de los miembros de estos grupos aglutina glóbulos de los miembros de otros grupos determinados. Existe, pues, un grupo de dadores de sangre, universales, cuyas células no se aglutinan por el suero de otros grupos. Su sangre puede ser mezclada impunemente a todas las otras sangres. Estos caracteres persisten durante la vida entera. Se transmiten en forma hereditaria, según la ley de Mendel. Existen alrededor de treinta sub-grupos cuya influencia recíproca es menos marcada. En la transfusión, esta influencia tiene escasa importancia, pero indica la existencia de semejanzas y diferencias entre grupos más restringidos. Aunque la prueba de la aglutinación de los glóbulos por el suero sea de gran utilidad, es imperfecta todavía. Dilucida ciertas diferencias entre categorías de individuos, pero no logra descubrir los caracteres más sutiles unos de otros, que distinguen a los individuos que componen cada categoría.
Estos caracteres específicos del individuo se han tornado evidentes por los resultados del transplante de los órganos, pero no existen métodos que permitan descubrirles con facilidad. La inyección repetida del suero de un individuo en las venas de otro que pertenezca al mismo grupo sanguíneo, no conduce a ninguna reacción, a ninguna formación apreciable de anticuerpos. Es ésta la razón por la cual un enfermo puede sufrir sin peligro, transfusiones repetidas. En este caso, los humores no reaccionan contra los glóbulos ni contra el suero del dador. Sin embargo, es probable que procesos suficientemente delicados permitieran poner en evidencia las diferencias individuales reveladas por el transplante de los órganos. Esta especifidad de los humores es debida a las proteínas y a ciertos grupos químicos que Landsteiner designó bajo el nombre de “haptenes”. Los “haptenes” son sustancias grasas y azúcares. Cuando se les combina con una materia proteica, el compuesto inyectado a un animal, determina la aparición en el suero de nuevas sustancias, los anticuerpos, específicamente opuestos al “haptenes”. Es de la disposición interior de las moléculas gruesas que resulta de la combinación de una “haptene” y de una proteína de la cual depende, con toda probabilidad la especificidad del individuo. Los grupos de átomos que componen estas moléculas y las modificaciones posibles de su posición en el edificio molecular, son muy numerosos. Entre los seres humanos que se han sucedido sobre la tierra, no han existido sin duda dos cuya constitución química haya sido idéntica. La individualidad de los tejidos está ligada, de manera aún desconocida, a las moléculas que entran en la construcción de las células y de los humores. Nuestra individualidad tiene, pues, su base en lo más profundo de nosotros mismos.
Esta individualidad se imprime sobre el cuerpo entero. Reside lo mismo en los procesos fisiológicos que en la estructura química de los humores y de las células. Cada uno de nosotros reacciona a su manera a los acontecimientos del mundo exterior, al ruido, al peligro, a los alimentos, al frío, al calor, al ataque de los microbios y de los virus. Cuando se inyecta a animales de pura raza cantidades iguales de una proteína extraña o de una suspensión de bacterias, estos animales no responden nunca a esta inyección de manera uniforme. Algunos no responden en absoluto. Durante las grandes epidemias, los seres humanos se comportan según sus propios caracteres. Los unos caen enfermos y mueren. Los otros caen igualmente enfermos, pero sanan. Otros permanecen enteramente refractarios a la enfermedad. Otros, por fin, se afectan ligeramente, pero sin presentar síntomas definidos. Cada cual manifiesta un poder diferente de adaptación. Existe, como dijo Richet, una personalidad humoral, como existe una personalidad psicológica.
La duración fisiológica comporta también la marca de nuestra individualidad. Su valor, como se sabe, varía para cada uno de nosotros. Por lo demás, no permanece constante durante el curso de nuestra vida. Como cada acontecimiento queda inscripto en el fondo de nosotros mismos, la personalidad de nuestros humores y de nuestros tejidos se especifica más y más a menudo que envejecemos. Se enriquece con todo lo que ocurre en nuestro mundo interior, porque las células y los humores, como el espíritu, están dotados de memoria. Cada enfermedad, cada inyección de suero o de vacuna, cada invasión de nuestro cuerpo por las bacterias, virus, o sustancias químicas extrañas, nos modifican de manera permanente. Estos acontecimientos producen en nosotros estados alérgicos, estados en que se modifica nuestra reactividad. Y es por ello que los tejidos y los humores adquieren una individualidad más y más acusada. Los ancianos difieren mucho más unos de otros que los niños. Cada hombre es una historia, que no es idéntica a ninguna otra.
------------------------------------------------------------------------------------------------[8] )- Obviamente, este era el estado de la ciencia médica en 1935. Desde entonces, afortunadamente para muchos pacientes, se ha avanzado significativamente en la materia. ( N. del T.)

La individualidad psicológica se superpone a la individualidad de los tejidos y de los humores

La individualidad psicológica.– Los caracteres que constituyen la personalidad.
CapI,III
La individualidad psicológica se superpone a la individualidad de los tejidos y de los humores. Depende de ella en la medida en que la actividad mental depende de los procesos cerebrales y de otras funciones orgánicas. Nos da nuestro carácter de unidad. Hace que seamos nosotros mismos, y no otro cualquiera Dos gemelos idénticos que provienen del mismo huevo y que poseen la misma constitución genética, manifiestan cada cual una personalidad diferente. Los caracteres mentales son un reactivo más delicado todavía de la individualidad que los caracteres de los humores y de los tejidos. Los hombres se distinguen más aún los unos de los otros por su inteligencia y su temperamento, que por sus funciones fisiológicas. Se define cada cual por el número de sus actividades psicológicas, o igualmente por su calidad y su intensidad. No existen individuos mentalmente idénticos. A la verdad, los que poseen una conciencia rudimentaria se parecen mucho los unos a los otros. Mientras la personalidad es más rica, más grandes son las diferencias individuales. Rara, vez se encuentran desarrolladas en un mismo sujeto todas las actividades de la conciencia. En la mayor parte, unas u otras de estas funciones se mantienen ausentes o debilitadas. Hay una diferencia muy considerable, no sólo en su cantidad, sino en su calidad. Por lo demás, el número de sus combinaciones es infinito. Nada es más difícil de conocer que la constitución de un individuo determinado. Siendo la personalidad mental de una complejidad extrema y los “tests” psicológicos insuficientes, es imposible establecer una clasificación precisa de los seres humanos. Se puede, sin embargo, dividirlos en categorías según sus caracteres intelectuales, afectivo, moral, estético y religioso, y según las combinaciones de estos caracteres con lo fisiológico. Hay también claras relaciones entre los tipos psicológicos y morfológicos. El aspecto físico de un individuo constituye una indicación de la constitución de sus tejidos, de sus humores y de su psiquis. Entre los tipos más
acusados se encuentran muchos intermedios. Las clasificaciones posibles son sumamente numerosas. Tienen, pues, escasa utilidad.
Los individuos se han distinguido en intelectuales, sensitivos y voluntariosos. En cada una de estas categorías hay el tipo vacilante, el tipo díscolo, el impulsivo, el incoherente, el débil, el disperso, el inquieto como también el reflexivo, el íntegro, el dueño de sí y el equilibrado. Entre los intelectuales se encuentran tipos muy diferentes: los espíritus más amplios, cuyas ideas son numerosas, que asimilan los elementos más variados, los unen y los coordinan; los espíritus estrechos, incapaces de coger vastos conjuntos, pero que penetran profundamente en los detalles de una especialidad determinada. La inteligencia precisa, analítica, se encuentra con más frecuencia que aquella capaz de grandes síntesis. Existe también el grupo de los lógicos y el de los intuitivos. Este último grupo es el que nos provee de la mayor parte de los grandes hombres. Se observan numerosas combinaciones de tipos intelectuales y afectivos. Los intelectuales son emotivos, apasionados, emprendedores, como son también irresolutos, cobardes, débiles. Entre ellos, es muy raro el tipo místico. La propia multiplicidad de combinaciones aparece, en los grupos con tendencias morales, estéticas y religiosas, Una clasificación tal, nos da cuenta sencillamente de la variedad prodigiosa de los tipos humanos. [ [9]]
El estudio de la individualidad psicológica es tan engañoso como lo sería el de la química, si el número de los cuerpos simples llegase a ser infinito.
Cada uno de nosotros tiene conciencia de ser único. Esta unidad es real. Pero existen grandes diferencias en el grado de la individualidad. Ciertas personas son muy ricas, muy firmes, otras son débiles, modificables según el medio y según las circunstancias. Entre el sencillo debilitamiento de la personalidad y la psicosis, hay una larga serie de estados intermedios. Algunas neurosis dan a sus víctimas el sentimiento de la disolución de la personalidad. Otras enfermedades la destruyen realmente. La encefalitis letárgica produce lesiones cerebrales que traen consigo profundos cambios en el individuo. Otro tanto ocurre con la demencia precoz y la parálisis general. En otras enfermedades, las modificaciones psicológicas son sólo temporales. La histeria determina a veces el desdoblamiento de la personalidad. El enfermo se convierte en dos individuos diferentes. Cada una de estas personas artificiales ignora lo que hace la otra. Se puede, igualmente, determinar durante el sueño hipnótico modificaciones en la identidad del sujeto. Si se le impone por sugestión otra personalidad diferente, adquiere las actitudes de aquella personalidad, experimentando las emociones de la misma. Al lado de ciertas gentes que se desdoblan en muchas personas, hay otras que se disocian sólo de manera parcial. Se puede colocar en esta categoría a los que practican la escritura automática, a ciertos “mediums” y, por último, a algunos seres grotescos y vacilantes que pululan en la sociedad moderna.
No somos capaces de hacer un inventario completo de la individualidad psicológica y de medir sus elementos. Tampoco podemos determinar exactamente en lo que ésta consiste, ni de qué manera difiere un individuo de otro. No podemos descubrir en un hombre determinado sus caracteres esenciales y, menos aún, sus potencialidades. Y sin embargo, sería necesario que cada individuo se insertase en el medio social al cual pertenece siguiendo sus aptitudes, siguiendo sus actividades mentales y fisiológicas específicas. Pero no puede hacerlo porque se ignora a sí mismo. Los padres y los educadores participan de esta ignorancia. No saben distinguir en los niños la naturaleza de su individualidad. Por el contrario, tratan de estandarizarles. Los hombres de negocios no utilizan las cualidades personales, de sus empleados. Desconocen el hecho de que las gentes son todas diferentes las unas de las otras. Por lo general permanecemos ignorantes respecto de nuestras propias actitudes. Sin embargo, no importa que no podamos hacer esto o aquello. Según sus características, cada cual se adapta con más facilidad a cierto trabajo o a cierto género de vida. Su éxito y su felicidad dependen de una determinada correspondencia se su medio con él. Entre un individuo y su grupo social, debería existir la misma relación que entre una cerradura y su llave. El conocimiento de las cualidades inmanentes del niño y de sus virtualidades, se impone como la primera preocupación que deben tener, respecto de él sus padres y educadores. Ciertamente, la psicología científica casi no puede ayudarle en esta tarea. Los “tests” que se aplican en algunas escuelas por psicólogos de escasa experiencia, tienen muy poca significación. Valdría más, quizás, concederles menos importancia, por cuanto dan una confianza ilusoria a aquellos que ignoran el estado de la psicología. La psicología no es una ciencia aún. Por el momento, la individualidad y sus potencialidades no pueden medirse, pero un observador sagaz, que conozca bien a los seres humanos, es capaz, a veces, de descubrir el porvenir en los caracteres presentes de un individuo determinado.

-------------------------------------------------------------------------------------------------[9] )- Georges Dumas, Traité de Psychologie, 1924, t.II, Libro III, Capítulo III, p. 575.

La enfermedad representa la adaptación del organismo a un agente patógeno o

La medicina y la realidad de los universales
Cap.I,Iv
Las enfermedades no son entidades. Observamos gentes enfermas de neumonía, de sífilis, de diabetes, de fiebre tifoidea, etc. Construimos en seguida hechos universales, abstracciones que llamamos enfermedades. La enfermedad representa la adaptación del organismo a un agente patógeno o su destrucción progresiva por este agente. Adaptación y destrucción adquieren la forma del individuo que las sufre y el ritmo de su tiempo interior. El cuerpo se destruye con mucha más rapidez por medio de una enfermedad degenerativa durante la juventud que durante la vejez. Responde de una manera específica a todo enemigo. El sentido de su respuesta depende de las propiedades inmanentes de sus tejidos. La angina de pecho, por ejemplo, anuncia su presencia por medio de un dolor agudo. Se diría que el corazón es oprimido por una garra de acero. Pero la intensidad del dolor varía según la sensibilidad de los individuos. Cuando esta sensibilidad es débil, la enfermedad adquiere otro aspecto. Sin advertencia alguna, sin dolor previo siquiera, mata a su víctima. Se sabe que la fiebre tifoidea produce fiebre, depresión, y que es una, enfermedad grave que exige una estadía prolongada en un hospital. Sin embargo, hay individuos que, aunque atacados por esta afección, continúan cumpliendo con sus habituales obligaciones. En el curso de las epidemias de gripe, de difteria, de fiebre amarilla, etc. hay unos enfermos no experimentan sino una pequeña fiebre y malestar. Reaccionan así a la infección, gracias a las cualidades inherentes de sus tejidos. Como ya lo sabemos, los mecanismos de adaptación que nos protegen contra los microbios y los virus, varían según el temperamento de cada uno de nosotros. Cuando el organismo es incapaz de resistencia, en el cáncer por ejemplo, su destrucción se lleva s efecto también con sus propias características. Un cáncer al pecho conduce rápidamente a la muerte a una mujer joven. [ [10]] En la extrema vejez, por el contrario, evoluciona a menudo con gran lentitud. La enfermedad es un acontecimiento personal. Adquiere el aspecto del individuo. Existen tantas enfermedades diferentes como enfermos diferentes.
Sin embargo, sería imposible construir una ciencia de la medicina, si nos contentáramos con compilar un gran número de observaciones individuales. Es preciso clasificar los hechos y simplificarlos por medio de abstracciones. Así es cómo ha nacido la enfermedad y se han podido escribir los tratados de medicina. Se ha edificado una especie de ciencia groseramente descriptiva, rudimentaria, imperfecta pero cómoda, indefinidamente susceptible de perfección, y fácil de enseñar. Desgraciadamente los médicos no están contentos con este resultado. No han comprendido que los tratados que describen entidades patológicas contienen únicamente una parte de los conocimientos necesarios para el que pretende cuidar a los enfermos. No puede bastarle al médico el conocimiento de la ciencia de las enfermedades. Hace falta que distinga con claridad al ser humano enfermo descrito en los libros de medicina, del enfermo concreto ante el cual se encuentra, enfermo que debe, no sólo ser estudiado, sino confortado, consolado y curado. Su papel consiste en descubrir en cada paciente las características de su individualidad, su resistencia propia al agente patógeno, el grado de su sensibilidad al dolor, al valor de todas sus actividades orgánicas, su pasado y su porvenir. No debe predecir el futuro de un individuo por medio del cálculo de probabilidades, sino, y muy especialmente, por medio de un análisis profundo de la personalidad humoral que satura a sus tejidos y de su psiquis. En suma, la medicina, cuando se limita al estudio de las enfermedades, se amputa una parte de si misma.
Muchos médicos se obstinan en no perseguir sino abstracciones. Otros, sin embargo, creen que el conocimiento del enfermo es tan importante como el de la enfermedad. Los primeros se contentan con permanecer en el dominio de los símbolos. Los otros sienten la necesidad de aprehender lo concreto. Se puede, pues, observar en torno de las escuelas de medicina la vieja disputa de nominalistas y realistas. La medicina científica establecida en sus palacios defiende, como la Iglesia de la Edad Media, la realidad de lo universal. Anatematiza a los nominalistas que, a ejemplo de Abelardo, consideraron lo universal y las enfermedades, como creaciones de nuestro espíritu, y a los enfermos como la única realidad. La verdad es que la medicina debe ser, a la vez, nominalista y realista. Hace falta que estudie al individuo como estudia la enfermedad. Quizás la desconfianza que el público siente cada vez más por ella y la ineficacia y a veces el ridículo de la terapéutica, se deben a la confusión de los símbolos indispensables, para la edificación de las ciencias médicas y del paciente concreto. La falta de éxito de los médicos proviene de que viven en un mundo imaginario. Ven en sus enfermos las enfermedades descritas en los tratados de medicina. Son víctimas de la creencia en la realidad de lo universal. Por otra parte, confunden los conceptos de espíritu y de método, de ciencia de tecnología. No se les alcanza que el ser humano es un todo, que las funciones de adaptación se extienden a todos los sistemas orgánicos y que las divisiones anatómicas son artificiales. La separación del cuerpo en partes ha sido hasta el presente ventajosa para ellos, pero es peligrosa y costosa para los enfermos. Finalmente, lo será también para los médicos. Importa que la medicina tome en cuenta la naturaleza del hombre, su unidad y su unicidad. Su sola razón de ser es el consuelo de los sufrimientos y la curación del individuo. Ciertamente es necesario que se sirva de los métodos y del espíritu de la ciencia. Debe llegar a ser capaz de prevenir las enfermedades, de reconocerlas y tratarlas, pero no constituye una disciplina del espíritu. No hay motivo válido para que se la cultive por sí misma ni por la ventaja de los que la practican. Es, al mismo tiempo, el más difícil de los conocimientos y no puede ser asimilada a ciencia alguna. El que la enseña no puede ser un profesor como los otros. Mientras que sus colegas, especializados en el estudio de la anatomía, de la fisiología, de la química, de la patología, de la farmacopea, etc., tienen un campo limitado, a la medicina le es necesario adquirir conocimientos casi universales. Debe el médico, además, tener juicio seguro, gran resistencia física y una actividad incesante. Se le impone una tarea muy diferente de la que es impuesta a los sabios. Éstos, en efecto, pueden continuar viendo símbolos en el mundo. Los médicos, a la inversa, se encuentran, a la vez, en presencia de la realidad concreta y de las abstracciones científicas. Hace falta que su pensamiento coja a la vez los fenómenos y los símbolos; que indague dentro de los órganos y dentro de la conciencia; que penetre con cada individuo en un mundo diverso. Se exige el “tour de force” de que construyan una ciencia de lo estrictamente particular. Por cierto, tienen el recurso de aplicar a cada enfermo sus conocimientos científicos, como puede vestirse con el mismo traje a personas cuya talla es desigual Pero no llenan de verdad su papel, sino cuando sorprenden en nosotros lo que nos es característico. Su éxito depende no sólo de su ciencia, sino de su habilidad para captar lo especifico, que hace de cada ser humano un individuo.
-------------------------------------------------------------------------------------------------[10] )- Nuevamente: recuérdese que el autor se refiere al estado de la ciencia médica en 1935. A pesar de que el cáncer sigue siendo una de las enfermedades más serias y graves, afortunadamente tenemos más medios y recursos para combatirlo y – sobre todo – para detectarlo a tiempo. (N. del T.)

La influencia de los factores hereditarios sobre el individuo

Importancia relativa de la herencia y del desarrollo.– La influencia de los factores hereditarios sobre el individuo.
Cap.I,V
La unicidad de cada hombre tiene una doble procedencia: la constitución del huevo que le da origen, y la manera cómo se desarrolla este huevo y su historia. Hemos mencionado ya como, antes de la fecundación, el óvulo expulsa la mitad de su núcleo, la mitad de cada cromosoma, cuyos factores hereditarios, los genes se encuentran colocados los unos a continuación de los otros, a lo largo de los cromosomas, la manera como la cabeza de un espermatozoide se introduce en el óvulo después de haber perdido la mitad de sus cromosomas. De la unión de cromosomas macho y hembra en el huevo fecundado, procede el cuerpo con todos sus caracteres y con todas sus tendencias. En este momento el individuo no existe sino en estado potencial. Contiene los factores dominantes que han determinado los caracteres visibles de sus padres, como asimismo los factores ocultos que han permanecido silenciosos en ellos durante toda su vida. Según su posición relativa en los cromosomas del nuevo ser, los factores ocultos manifestarán su actividad o serán neutralizados por un factor dominante. Estas son las relaciones que describe la ciencia de la genética como las leyes de la herencia. Estas leyes expresan sólo el modo cómo los caracteres inmanentes del individuo quedan establecidos. Pero estos caracteres son sólo tendencias, potencialidades. Según las condiciones que el embrión, el feto, el niño, el individuo joven, encuentren durante su desarrollo, estas potencialidades se actualizan o permanecen en estado virtual y la historia de cada individuo es tan única, como lo son la naturaleza y el orden de los genes del huevo del cual procede. El origen del ser humano depende, pues, de la herencia y del desarrollo.
Sabemos que procede de estas dos fuentes, pero ignoramos la parte de cada cual en nuestra formación. ¿Es acaso la herencia más importante que el desarrollo o a la inversa? Watson y los behavioristas proclaman que la educación y el medio son capaces de modelar a cualquier ser humano según como lo deseemos. En tal caso, la educación lo constituiría todo, y la herencia nada. Por otra parte, los genetistas piensan que la herencia se impone al hombre como el “fatum” antiguo y que la salud de la raza no depende tanto de la educación como de la eugenesia. Unos y otros olvidan que tal problema se resuelve, no a fuerza de argumentos, sino mediante observaciones y experiencias.
Tanto observaciones como experiencia nos demuestran que la parte que corresponde a la herencia y la que corresponde al desarrollo, varían según los individuos, y que lo más probable es que no se pueda determinar su valor respectivo. Muchas veces, entre hijos de los mismos padres, educados juntos y de idéntica manera, existen notables diferencias de estatura, forma, constitución nerviosa, aptitudes intelectuales y cualidades morales. Es evidente que estas diferencias son de origen ancestral. Del mismo modo, si examinamos con atención los perros pequeños cuando aún maman, se observa que cada uno entre ocho de los que componen la camada, presenta alguna característica diferente. Algunos reaccionan con un ruido súbito, por ejemplo, con la detonación de una pistola, encogiéndose en el suelo; otros, alzándose sobre sus patitas; otros, avanzando en la dirección del ruido. Algunos se aferran a las mejores tetillas; otros se dejan eliminar de su sitio. Los de más allá se alejan de la madre y exploran su caseta; los otros, permanecen con ella. Algunos gruñen cuando se les toca, otros permanecen silenciosos. Cuando los animales educados juntos y en idénticas condiciones llegan a ser adultos, se comprueba que la mayor parte de sus caracteres no se han modificado. Los ejemplares tímidos y perezosos siguen siendo tímidos y perezosos toda su vida. Los audaces y alertas, pierden a veces estas cualidades en el curso de su desarrollo, pero, por lo general, las conservan o llegan a aumentarlas. Entre los caracteres de origen ancestral, los unos permanecen sin empleo alguno, en tanto los otros se desarrollan. Los mellizos que provienen de un mismo huevo, poseen en su origen los mismos caracteres inmanentes: son absolutamente idénticos. Sin embargo, los que se separan el uno del otro desde el primer día de su vida y se educan luego de manera diferente en diferentes países, pierden esta, identidad. Después de dieciocho o veinte años, se observan en ellos diferencias marcadísimas como también notables parecidos, especialmente desde el punto de vista intelectual. Se observa, pues, con claridad, que la igualdad de la constitución no asegura la formación de individuos semejantes en medios diferentes. Lo que no obsta para que la diferencia de medio sea capaz, por si sola, de borrar la igualdad de la constitución. Según las condiciones en que se efectúa el desarrollo, unas y otras de las potencialidades del individuo se actualizan y dos seres, originalmente idénticos, llegan a ser diferentes. ¿Cómo obran en nuestra conciencia las partículas de sustancia nuclear, los genes que recibimos de nuestros antepasados, y en qué medida la constitución del individuo depende de la del huevo? La observación y la experiencia nos hacen saber que ciertos aspectos del individuo existen ya en el huevo, mientras otros se mantienen únicamente virtuales. Los genes ejercen, pues, una influencia, ya sea de manera inexorable, imponiendo al individuo caracteres que han de desarrollarse necesariamente, o bien bajo la forma de simples tendencias que se realizan o no, según las condiciones del desarrollo. El sexo se determina fatalmente de la unión de las células paternal y maternal. El huevo del futuro macho posee un cromosoma menos que el de la hembra o a lo menos un cromosoma atrofiado. Las células todas del cuerpo del hombre difieren, a causa de esta última característica, de las de la mujer. La debilidad de espíritu, la locura, la hemofilia, la sordomudez, como sabemos, son vicios hereditarios. Ciertas enfermedades como el cáncer, la hipertensión, la tuberculosis, etc. se transmiten también de padres a hijos, pero en este caso, sólo como una tendencia. Las condiciones del desarrollo pueden impedir o favorecer su producción. Otro tanto ocurre con el vigor, la actividad corporal, la voluntad, la inteligencia, el juicio. El valor de cada individuo se determina en gran parte por sus predisposiciones hereditarias, pero como los seres humanos no son de pura raza, es imposible prever cómo serán los productos de un matrimonio determinado. Sólo sabemos que en las familias cuya mentalidad es superior, es más probable que los hijos pertenezcan asimismo a un tipo superior que sí hubieran nacido de una familia cuya mentalidad fuese inferior, lo que no obsta para que el azar de las uniones nucleares haga que en la descendencia de un gran hombre aparezcan a menudo tipos mediocres, mientras que puede también un gran hombre tener su origen en una familia oscura. La tendencia a la superioridad no es, pues, de ninguna manera, irresistible, como lo es la de la locura. El eugenismo no logra producir tipos superiores, sino en ciertas condiciones de desarrollo y de educación. No es capaz por si solo de mejorar gran cosa a los individuos, lo que vale decir que no cuenta con el mágico poder que le atribuye el público.

El desarrollo del cuerpo se desvía en distintas direcciones, según los factores externos

Variaciones del efecto de este factor, según los caracteres inmanentes del individuo
Cap.I,VI
Las tendencias ancestrales que se transmiten, según las leyes de Mendel y otras leyes, imprimen en el desarrollo de cada hombre, un aspecto particular. Para manifestarse exigen, naturalmente, el concurso del medio exterior. Las potencias de los tejidos y de la conciencia, se actualizan gracias a los factores químicos, físicos, fisiológicos y mentales de su medio. No se puede, en general, distinguir en un individuo lo adquirido de lo hereditario. Es cierto, que algunas particularidades, como el color de los ojos, del cabello, la miopía, la debilidad de espíritu, son con toda evidencia de origen ancestral, pero la mayor parte de los otros se deben a la influencia del medio sobre los tejidos y la conciencia. El desarrollo del cuerpo se desvía en distintas direcciones, según los factores externos y las propiedades inmanentes del individuo se actualizan, o permanecen virtuales. Es indudable que las tendencias hereditarias se influencian profundamente por las circunstancias que rodean la formación del individuo, pero también es cierto que cada una se desarrolla según su propia organización y según la calidad específica de sus tejidos. Por lo demás, la intensidad original de sus tendencias, su capacidad de actualizarse, varían. El porvenir de ciertos individuos se encuentra determinado de manera fatal. El de otros, depende más o menos de las condiciones del desarrollo.
Pero es imposible predecir la medida en que las tendencias hereditarias de un niño podrán ser modificadas por el modo de vida, la educación, el medio social. La constitución genética delos tejidos no se ha conocido nunca. Ignoramos cómo se han agrupado en el huevo del cual provienen los genes de los padres y de los abuelos de cada ser humano. Ignoramos si existen en él particularidades nucleares de algún lejano antepasado, como ignoramos también si un cambio espontáneo de los genes mismos no haga aparecer en él características imposibles de predecir. Ocurre a veces que un niño, descendiente de muchas generaciones cuyas tendencias creemos conocer, manifiesta un aspecto totalmente nuevo. Sin embargo, podrían predecirse, en limitada medida, los resultados probables de la acción del medio sobre un individuo dado. Desde el comienzo de la vida del niño, tal como acontece en el perro, un observador alerta se daría cuenta del significado de los caracteres en vías de formación. Un chico flojo, apático, desatento, temeroso, inactivo, no puede transformarse por efectos de las condiciones del desarrollo en un hombre enérgico, o en un jefe autoritario y audaz. La vitalidad, la imaginación, el espíritu de aventura, no provienen por completo del medio. Es probable que él no las pueda reprimir. A la verdad, las circunstancias del desarrollo no obran sino en los límites de las predisposiciones hereditarias, de las calidades inmanentes de los tejidos y de la conciencia. Pero estas predisposiciones no las conocemos jamás con certidumbre. Debemos, sin embargo, comportarnos como si fuesen favorables. Es preciso dar a cada individuo una formación que le permita el desarrollo de sus cualidades virtuales, hasta el momento en que estemos ciertos de que estas cualidades no existen absolutamente.
Los factores químicos, fisiológicos y psicológicos del medio favorecen o entraban el desarrollo de las tendencias inmanentes, En efecto, estas tendencias no pueden expresarse sino por ciertas formas orgánicas. Sin el calcio y el fósforo, que se necesitan para la formación del esqueleto, o las vitaminas y las secreciones glandulares que permiten utilizar estos materiales por el cartílago de los huesos que faltan, los miembros se deforman y la cuenca se contrae. Este sencillo accidente, impide la actualización de las tendencias que destinaban a tal o cual mujer a ser una madre prolífica, quizás generatriz de un nuevo Lincoln o de un nuevo Pasteur. La carencia de una vitamina o una enfermedad infecciosa, puede determinar la atrofia de los testículos o de otras glándulas, y, en consecuencia, la detención del desarrollo de un individuo, que, gracias a su patrimonio hereditario, podría haber llegado a ser un jefe o un gran conductor de hombres. Todas las condiciones físicas y químicas del medio son susceptibles de obrar sobre la actualización de nuestras potencias. El aspecto físico, intelectual y moral de cada uno de nosotros, se debe en gran parte a su influencia modeladora.
Los agentes psicológicos poseen sobre el individuo un efecto más profundo aún. Ellos son los que engendran la forma intelectual y moral de nuestra vida, el orden o la dispersión, el abandono o la condición de sentirnos dueños de nosotros mismos. Por las modificaciones circulatorias y glandulares que provocan en el organismo, transforman también las actividades y la estructura del cuerpo. La disciplina del espíritu y los apetitos fisiológicos poseen un efecto definitivo, no únicamente sobre la actitud psicológica del individuo sino también sobre la estructura de sus tejidos y de sus humores. No sabemos hasta qué punto las influencias mentales del medio son capaces de estimular o de ahogar las tendencias ancestrales. Sin duda alguna representan un papel capital en el destino del individuo. Inhiben, a veces, las más grandes cualidades espirituales. Desarrollan también ciertos individuos más allá de toda expectativa. Ayudan al que es débil y hacen más fuertes a los fuertes. El joven Bonaparte leía a Plutarco y procuraba pensar y vivir como los grandes hombres de la antigüedad. No da lo mismo que un niño se entusiasme por Babe Ruth o por Jorge Washington, por Charles Chaplin o por Lindberg, y jugar a los gangsters no es lo mismo que jugar a los soldados. Sean como sean sus tendencias ancestrales, cada individuo es aguijoneado por las condiciones de su desarrollo en el camino que le conducirá, ya a las montañas solitarias, ya al flanco de las colinas, ya al lodo de los pantanos donde se solaza la humanidad.
La influencia del medio sobra la individualización, varía según el estado de los tejidos y de la conciencia. En otros términos: un mismo factor obrando sobre muchos individuos, o sobre el mismo individuo en momentos diferentes de su existencia, no posee efectos idénticos. Se sabe que la respuesta al medio de un organismo dado depende de sus tendencias hereditarias. Por ejemplo, el obstáculo que detiene a uno, estimula a otro a un mayor esfuerzo y provoca en él la activación de actividades que habían permanecido hasta ese momento en potencia. Lo mismo, en sucesivos períodos de la vida, antes o después de ciertas enfermedades, el organismo responde de manera diversa a una influencia patógena. Un exceso de alimento o de sueño no obra de la misma manera durante la juventud como lo hace durante la vejez. La escarlatina es insignificante en el niño, grave en el adulto. La actividad del organismo varía, no únicamente según la edad fisiológica del sujeto, sino según toda su historia anterior. Depende de la naturaleza de su individualidad. En suma, el papel del medio en las tendencias hereditarias no puede definirse exactamente. La influencia de las propiedades inmanentes de los tejidos y las del desarrollo, se mezclan de manera inextricable en la formación orgánica y mental del individuo.

"El hombre puede prolongarse en el espacio más positivamente"

Cap.I,VII
El individuo es, como lo sabemos, un centro de actividades específicas. Se nos aparece como diferente del mundo exterior y también de los otros hombres. Al mismo tiempo, se encuentra unido a este medio y a sus semejantes de tal manera, que no podría vivir sin ellos. Posee el doble carácter de ser independiente y dependiente del universo cósmico. Pero ignoramos cómo se encuentra ligado a los otros seres y dónde se hallan exactamente sus fronteras espaciales y temporales. Tenemos razones para creer que la personalidad se extiende fuera del continuum físico. Parece que sus límites se encuentran más allá de su superficie cutánea y que la nitidez de los contornos anatómicos, sea, en parte, una ilusión; es decir que cada uno de nosotros es más vasto y más difuso que su propio cuerpo.
Sabemos que nuestras fronteras visibles están constituidas, en parte por la piel, en parte por las mucosas digestivas y respiratorias. Nuestra integridad anatómica y funcional y nuestra supervivencia dependen de su inviolabilidad. Su destrucción y la invasión de los tejidos por los microbios conducen a la muerte y a la desintegración del individuo. Pero también sabemos que se dejan atravesar por los rayos cósmicos, por las sustancias químicas que resultan de la digestión intestinal de las materias alimenticias y por el oxígeno de la atmósfera. Además, por las vibraciones luminosas, caloríficas y sonoras. Gracias a ellas el mundo interior de nuestro cuerpo se continúa con el mundo exterior. Pero este limite anatómico no es sino un aspecto del individuo desde el momento en que no se refiere nuestra personalidad mental. El amor y el odio son realidades. Por ellos nos encontramos ligados a otros seres humanos de manera positiva, cualquiera que sea la distancia que de éstos nos separe. Una mujer sufre más por la pérdida de su hijo que por la amputación de uno de sus propios miembros. La ruptura de una unión afectiva conduce muchas veces a la muerte. Si nos fuese dado percibir los lazos inmateriales que nos atan los unos a los otros y a cuanto poseemos, los hombres se nos aparecerían con caracteres extraños y nuevos. Los unos sobrepasarían, apenas, la superficie de su piel. Los otros se extenderían hasta un cofre de banco, o a los órganos sexuales de otro individuo, o a los alimentos, o a ciertas bebidas, quizás a un perro, a una casa, a objetos de arte. Encontraríamos que algunos eran inmensos. Se prolongarían en multitud de tentáculos que irían a unirse a los miembros de su familia, a un grupo de amigos, a una casa vieja, al cielo y a las montañas del país donde nacieron. Los conductores de pueblos, los grandes filántropos, los santos, serían gigantes que extenderían sus brazos múltiples sobre un país, sobre un continente, sobre el mundo entero. Entre nosotros y nuestro medio social existe una estrecha relación. Cada individuo ocupa en su grupo un lugar determinado. Está unido a él por un lazo real y este lugar determinado puede parecerle más importante que su propia vida. Si por la ruina, la enfermedad, las persecuciones de sus enemigos, se encuentra privado de él, puede ocurrirle preferir el suicidio a este cambio. Es evidente que el individuo sobrepasa por todas partes sus fronteras corporales.
El hombre puede prolongarse en el espacio de manera más positiva aún. [[11]]. En el transcurso de los fenómenos telepáticos proyecta instantáneamente a la distancia una parte de sí mismo, una especie de emanación que va a alcanzar a un pariente o a un amigo. Se extiende así a través de largas distancias, franquea el océano, continentes enteros, en un espacio de tiempo excesivamente pequeño para ser apreciado. Es capaz de encontrar en medio de una muchedumbre a aquel a quien debe dirigirse, le hace ciertas comunicaciones. Le ocurre también el hecho insólito de descubrir en la inmensidad y el tumulto de una ciudad moderna, la casa, la habitación de aquél a quien busca, aunque no haya conocido jamás ni a ella ni a él. El individuo que posee esta forma de actividad se comporta como un ser extensible, una especie de ameba, capaz de enviar un pseudopodio a una prodigiosa distancia. Se establece a veces entre un sujeto hipnotizado y su hipnotizador, un lazo invisible que les pone en relación a uno con el otro. Cuando el hipnotizador se encuentra así ligado con el sujeto hipnotizado puede sugerirle a distancia ciertos actos que este último debe cumplir. En este caso, dos individuos separados se encuentran en contacto el uno con el otro, aunque cada cual permanezca en apariencia encerrado en sus límites anatómicos.
Se diría que el pensamiento se transmite de un punto a otro del espacio como las ondas electro-magnéticas. No sabemos con qué rapidez. Hasta el presente no ha sido posible medir la velocidad de las comunicaciones telepáticas. Los físicos y los astrónomos no toman en cuenta los fenómenos metapsíquicos. Sin embargo, la telepatía es un producto extraído directamente de la observación. Si se llega a descubrir un día que el pensamiento se propaga en el espacio como la luz, nuestras ideas respecto de la constitución del Universo tendrán que modificarse. Pero está lejos de constituir un hecho evidente que los fenómenos telepáticos se deban a la propagación en el espacio de un agente físico. Aún es posible no exista contacto espacial de ningún género entre los dos individuos que entran en comunicación. En efecto, sabemos que el espíritu no está del toso inscrito en las cuatro dimensiones del continuum físico. Se, pues, en el universo material y en otras partes. Se inserta en la materia por medio del cerebro y se prolonga más allá del espacio y del tiempo como un alga que se fijase a una roca y dejase flotar su cabellera en el misterio del océano. Podemos suponer que una comunicación telepática consiste en un encuentro fuera de las cuatro dimensiones de nuestro universo, de las partes inmateriales de dos conciencias.
Por el momento, es preciso continuar considerando las comunicaciones telepáticas como producidas por la extensión del individuo en el espacio. Esta extensibilidad espacial es un fenómeno raro. Sin embargo, muchos de entre nosotros leen a veces el pensamiento de los demás como acontece con los clarividentes. De un modo análogo, algunos hombres tienen el poder de arrastrar, de convencer a sus semejantes con la ayuda de palabras banales y de conducirlos así al combate, al sacrificio, a la muerte. César, Napoleón, todos los grandes conductores de pueblos crecen más allá de la humana estatura y envuelven con su voluntad y sus ideas a innumerables muchedumbres. Entre ciertos individuos y las cosas de la naturaleza hay relaciones sutiles y oscuras. Estos hombres parecen extenderse a través del espacio hasta la realidad que cogen. Salen de si mismos; salen también del continuum físico. A veces proyectan inútilmente sus tentáculos fuera del espacio y del tiempo, sin lograr coger sino cosas insignificantes. Pero pueden también, como les ha acontecido a los grandes inspirados de la ciencia, el arte, la religión, aprehender las leyes naturales, las abstracciones matemáticas, las ideas platónicas, la suprema belleza, Dios.
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[11] )- Los límites psicológicos del individuo en el espacio y en el tiempo no son evidentemente sino suposiciones. Pero las suposiciones, aún cuando sean extrañas, resultan cómodas para agrupar hechos que siguen siendo, por el momento, inexplicables. Su objeto es sencillamente provocar nuevas experiencias. El autor se da cuenta, con la mayor claridad, de que sus conjeturas serán consideradas heréticas, tanto por los materialistas como por los espiritualistas; por los vitalistas como por las mecanicistas. Se da cuenta, incluso, que el propio equilibrio de su cerebro será puesto en duda. Sin embargo, no pueden dejar de tomarse en cuenta hechos concretos sólo porque nos parecen oscuros. Es preciso, al contrario, estudiarlos. La metapsíquica nos dará quizás, sobre la naturaleza del ser humano, datos más importantes que la psicología normal. Las sociedades de investigación psíquica y, en particular, la sociedad inglesa ha atraído sobre la clarividencia y la telepatía la atención del público. Ha llegado el tiempo de estudiar estos fenómenos fisiológicos; pero las investigaciones metapsíquicas no deben ser emprendidas por amateurs, aunque estos amateurs sean, a la vez, grandes físicos, grandes filósofos o grandes matemáticos. Para los sabios ilustres, como Isaac Newton, William Crookes u Oliver Lodge resulta peligroso salir de sus dominios y ocuparse de la teología o del espiritismo. Sólo los médicos que posean un profundo conocimiento del hombre, de su fisiología, de sus neurosis, de su aptitud para la mentira, de su susceptibilidad para la sugestión, de su habilidad en la prestidigitación, pueden considerarse calificados para estudiar estos hechos. Y las suposiciones del autor, respecto de los límites espaciales y temporales del individuo, inspirarán, así lo espera, no fútiles discusiones, sino experiencias hechas, por los técnicos de la fisiología y de la física.



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