cap.I,II
La individualidad de los tejidos y de los humores.
Los individuos se distinguen fácilmente los unos de los otros por los rasgos de su fisonomía, sus gestos, su andar, sus caracteres intelectuales y morales. A pesar de los cambios que aporta el tiempo a su aspecto exterior, su identidad puede ser establecida gracias a las dimensiones de ciertas partes de su esqueleto, como lo demostró Bertillon. De igual modo, las líneas de la yema de los dedos constituye un caracter indeleble. La huella digital es la verdadera firma del individuo. Pero el aspecto de la piel es sólo una expresión de la individualidad de los tejidos. En general, la del individuo no se traduce por particularidad morfológica alguna. Las células de la glándula tiroides, del hígado, de la piel, etc., resultan idénticas a las de otro individuo. El corazón late más o menos de la misma manera, en todas las personas. La estructura y las funciones de los órganos no parecen ser específicos en cada uno de nosotros. Pero es de suponer que encontraríamos aún en ellos caracteres individuales, si nuestros métodos de examen fueran más refinados. Algunos perros poseen un sentido olfativo tan desarrollado que reconocen el olor particular de su amo en medio de una muchedumbre de personas. Los tejidos de nuestro cuerpo son capaces de percibir el aspecto específico de nuestros humores, y no se acomodan absolutamente a los humores de otro individuo.
La individualidad de los tejidos se manifiesta de la manera siguiente: se colocan en la superficie de una herida fragmentos de piel arrancados, los unos al paciente mismo, los otros a un pariente o a un amigo. Al cabo de algunos días los injertos que pertenecen al paciente se adhieren a la herida y se desarrollan. Los injertos extraños se desprenden y desaparecen. Los primeros sobreviven y los segundos mueren. Ocurre, pero en forma muy excepcional, que los individuos se parezcan lo suficiente para poder cambiar sus tejidos.
En otra ocasión, Cristiani transplantó a una niñita cuya glándula tiroides funcionaba mal, fragmentos de la tiroides de su madre. La niña sanó. Al cabo de unos doce años, se casó y quedó embarazada. Los injertos vivían aún, y aumentaron de volumen como lo hace en circunstancias semejantes la glándula tiroides normal. Entre dos gemelos absolutamente idénticos, los transplantes glandulares se harían sin duda con éxito. Por regla general, los tejidos de un individuo rehúsan aceptar los de otro. En el transplante del riñón, por ejemplo, cuando la circulación sanguínea queda restablecida, por medio de la sutura de los vasos, el órgano funciona en seguida. Se comporta primero de un modo normal. Al cabo de algunas semanas,, sin embargo, aparecen albúmina y después sangre en la orina, y una enfermedad muy semejante a la nefritis, conduce rápidamente a la atrofia del riñón. Pero si el órgano injertado pertenece al propio animal, se hace cargo de un modo integral y permanente de sus funciones. Los humores reconocen, en los tejidos extraños, diferencias de constitución que no son descubiertas de ninguna otra manera. Los tejidos son específicos del individuo al cual pertenecen. Es este carácter especialísimo el que ha impedido hasta el presente la utilización terapéutica del transplante de los órganos. [ [8]]
Los humores poseen una especifidad análoga. Ésta se traduce por cierto efecto del suero sanguíneo de un individuo sobre las células del otro individuo. A menudo los glóbulos rojos de la sangre se aglutinan los unos con los otros, bajo la influencia del suero. Este fenómeno es el que producía antes los accidentes provocados por la transfusión de sangre. Es, pues, indispensable que los glóbulos del hombre que da su sangre, no sean aglutinados por el suero del paciente. Después de un notable descubrimiento de Landsteiner, los seres humanos se dividen en cuatro grupos, cuyo conocimiento es esencial para el éxito de la transfusión. El suero de los miembros de estos grupos aglutina glóbulos de los miembros de otros grupos determinados. Existe, pues, un grupo de dadores de sangre, universales, cuyas células no se aglutinan por el suero de otros grupos. Su sangre puede ser mezclada impunemente a todas las otras sangres. Estos caracteres persisten durante la vida entera. Se transmiten en forma hereditaria, según la ley de Mendel. Existen alrededor de treinta sub-grupos cuya influencia recíproca es menos marcada. En la transfusión, esta influencia tiene escasa importancia, pero indica la existencia de semejanzas y diferencias entre grupos más restringidos. Aunque la prueba de la aglutinación de los glóbulos por el suero sea de gran utilidad, es imperfecta todavía. Dilucida ciertas diferencias entre categorías de individuos, pero no logra descubrir los caracteres más sutiles unos de otros, que distinguen a los individuos que componen cada categoría.
Estos caracteres específicos del individuo se han tornado evidentes por los resultados del transplante de los órganos, pero no existen métodos que permitan descubrirles con facilidad. La inyección repetida del suero de un individuo en las venas de otro que pertenezca al mismo grupo sanguíneo, no conduce a ninguna reacción, a ninguna formación apreciable de anticuerpos. Es ésta la razón por la cual un enfermo puede sufrir sin peligro, transfusiones repetidas. En este caso, los humores no reaccionan contra los glóbulos ni contra el suero del dador. Sin embargo, es probable que procesos suficientemente delicados permitieran poner en evidencia las diferencias individuales reveladas por el transplante de los órganos. Esta especifidad de los humores es debida a las proteínas y a ciertos grupos químicos que Landsteiner designó bajo el nombre de “haptenes”. Los “haptenes” son sustancias grasas y azúcares. Cuando se les combina con una materia proteica, el compuesto inyectado a un animal, determina la aparición en el suero de nuevas sustancias, los anticuerpos, específicamente opuestos al “haptenes”. Es de la disposición interior de las moléculas gruesas que resulta de la combinación de una “haptene” y de una proteína de la cual depende, con toda probabilidad la especificidad del individuo. Los grupos de átomos que componen estas moléculas y las modificaciones posibles de su posición en el edificio molecular, son muy numerosos. Entre los seres humanos que se han sucedido sobre la tierra, no han existido sin duda dos cuya constitución química haya sido idéntica. La individualidad de los tejidos está ligada, de manera aún desconocida, a las moléculas que entran en la construcción de las células y de los humores. Nuestra individualidad tiene, pues, su base en lo más profundo de nosotros mismos.
Esta individualidad se imprime sobre el cuerpo entero. Reside lo mismo en los procesos fisiológicos que en la estructura química de los humores y de las células. Cada uno de nosotros reacciona a su manera a los acontecimientos del mundo exterior, al ruido, al peligro, a los alimentos, al frío, al calor, al ataque de los microbios y de los virus. Cuando se inyecta a animales de pura raza cantidades iguales de una proteína extraña o de una suspensión de bacterias, estos animales no responden nunca a esta inyección de manera uniforme. Algunos no responden en absoluto. Durante las grandes epidemias, los seres humanos se comportan según sus propios caracteres. Los unos caen enfermos y mueren. Los otros caen igualmente enfermos, pero sanan. Otros permanecen enteramente refractarios a la enfermedad. Otros, por fin, se afectan ligeramente, pero sin presentar síntomas definidos. Cada cual manifiesta un poder diferente de adaptación. Existe, como dijo Richet, una personalidad humoral, como existe una personalidad psicológica.
La duración fisiológica comporta también la marca de nuestra individualidad. Su valor, como se sabe, varía para cada uno de nosotros. Por lo demás, no permanece constante durante el curso de nuestra vida. Como cada acontecimiento queda inscripto en el fondo de nosotros mismos, la personalidad de nuestros humores y de nuestros tejidos se especifica más y más a menudo que envejecemos. Se enriquece con todo lo que ocurre en nuestro mundo interior, porque las células y los humores, como el espíritu, están dotados de memoria. Cada enfermedad, cada inyección de suero o de vacuna, cada invasión de nuestro cuerpo por las bacterias, virus, o sustancias químicas extrañas, nos modifican de manera permanente. Estos acontecimientos producen en nosotros estados alérgicos, estados en que se modifica nuestra reactividad. Y es por ello que los tejidos y los humores adquieren una individualidad más y más acusada. Los ancianos difieren mucho más unos de otros que los niños. Cada hombre es una historia, que no es idéntica a ninguna otra.
------------------------------------------------------------------------------------------------[8] )- Obviamente, este era el estado de la ciencia médica en 1935. Desde entonces, afortunadamente para muchos pacientes, se ha avanzado significativamente en la materia. ( N. del T.)
La individualidad de los tejidos y de los humores.
Los individuos se distinguen fácilmente los unos de los otros por los rasgos de su fisonomía, sus gestos, su andar, sus caracteres intelectuales y morales. A pesar de los cambios que aporta el tiempo a su aspecto exterior, su identidad puede ser establecida gracias a las dimensiones de ciertas partes de su esqueleto, como lo demostró Bertillon. De igual modo, las líneas de la yema de los dedos constituye un caracter indeleble. La huella digital es la verdadera firma del individuo. Pero el aspecto de la piel es sólo una expresión de la individualidad de los tejidos. En general, la del individuo no se traduce por particularidad morfológica alguna. Las células de la glándula tiroides, del hígado, de la piel, etc., resultan idénticas a las de otro individuo. El corazón late más o menos de la misma manera, en todas las personas. La estructura y las funciones de los órganos no parecen ser específicos en cada uno de nosotros. Pero es de suponer que encontraríamos aún en ellos caracteres individuales, si nuestros métodos de examen fueran más refinados. Algunos perros poseen un sentido olfativo tan desarrollado que reconocen el olor particular de su amo en medio de una muchedumbre de personas. Los tejidos de nuestro cuerpo son capaces de percibir el aspecto específico de nuestros humores, y no se acomodan absolutamente a los humores de otro individuo.
La individualidad de los tejidos se manifiesta de la manera siguiente: se colocan en la superficie de una herida fragmentos de piel arrancados, los unos al paciente mismo, los otros a un pariente o a un amigo. Al cabo de algunos días los injertos que pertenecen al paciente se adhieren a la herida y se desarrollan. Los injertos extraños se desprenden y desaparecen. Los primeros sobreviven y los segundos mueren. Ocurre, pero en forma muy excepcional, que los individuos se parezcan lo suficiente para poder cambiar sus tejidos.
En otra ocasión, Cristiani transplantó a una niñita cuya glándula tiroides funcionaba mal, fragmentos de la tiroides de su madre. La niña sanó. Al cabo de unos doce años, se casó y quedó embarazada. Los injertos vivían aún, y aumentaron de volumen como lo hace en circunstancias semejantes la glándula tiroides normal. Entre dos gemelos absolutamente idénticos, los transplantes glandulares se harían sin duda con éxito. Por regla general, los tejidos de un individuo rehúsan aceptar los de otro. En el transplante del riñón, por ejemplo, cuando la circulación sanguínea queda restablecida, por medio de la sutura de los vasos, el órgano funciona en seguida. Se comporta primero de un modo normal. Al cabo de algunas semanas,, sin embargo, aparecen albúmina y después sangre en la orina, y una enfermedad muy semejante a la nefritis, conduce rápidamente a la atrofia del riñón. Pero si el órgano injertado pertenece al propio animal, se hace cargo de un modo integral y permanente de sus funciones. Los humores reconocen, en los tejidos extraños, diferencias de constitución que no son descubiertas de ninguna otra manera. Los tejidos son específicos del individuo al cual pertenecen. Es este carácter especialísimo el que ha impedido hasta el presente la utilización terapéutica del transplante de los órganos. [ [8]]
Los humores poseen una especifidad análoga. Ésta se traduce por cierto efecto del suero sanguíneo de un individuo sobre las células del otro individuo. A menudo los glóbulos rojos de la sangre se aglutinan los unos con los otros, bajo la influencia del suero. Este fenómeno es el que producía antes los accidentes provocados por la transfusión de sangre. Es, pues, indispensable que los glóbulos del hombre que da su sangre, no sean aglutinados por el suero del paciente. Después de un notable descubrimiento de Landsteiner, los seres humanos se dividen en cuatro grupos, cuyo conocimiento es esencial para el éxito de la transfusión. El suero de los miembros de estos grupos aglutina glóbulos de los miembros de otros grupos determinados. Existe, pues, un grupo de dadores de sangre, universales, cuyas células no se aglutinan por el suero de otros grupos. Su sangre puede ser mezclada impunemente a todas las otras sangres. Estos caracteres persisten durante la vida entera. Se transmiten en forma hereditaria, según la ley de Mendel. Existen alrededor de treinta sub-grupos cuya influencia recíproca es menos marcada. En la transfusión, esta influencia tiene escasa importancia, pero indica la existencia de semejanzas y diferencias entre grupos más restringidos. Aunque la prueba de la aglutinación de los glóbulos por el suero sea de gran utilidad, es imperfecta todavía. Dilucida ciertas diferencias entre categorías de individuos, pero no logra descubrir los caracteres más sutiles unos de otros, que distinguen a los individuos que componen cada categoría.
Estos caracteres específicos del individuo se han tornado evidentes por los resultados del transplante de los órganos, pero no existen métodos que permitan descubrirles con facilidad. La inyección repetida del suero de un individuo en las venas de otro que pertenezca al mismo grupo sanguíneo, no conduce a ninguna reacción, a ninguna formación apreciable de anticuerpos. Es ésta la razón por la cual un enfermo puede sufrir sin peligro, transfusiones repetidas. En este caso, los humores no reaccionan contra los glóbulos ni contra el suero del dador. Sin embargo, es probable que procesos suficientemente delicados permitieran poner en evidencia las diferencias individuales reveladas por el transplante de los órganos. Esta especifidad de los humores es debida a las proteínas y a ciertos grupos químicos que Landsteiner designó bajo el nombre de “haptenes”. Los “haptenes” son sustancias grasas y azúcares. Cuando se les combina con una materia proteica, el compuesto inyectado a un animal, determina la aparición en el suero de nuevas sustancias, los anticuerpos, específicamente opuestos al “haptenes”. Es de la disposición interior de las moléculas gruesas que resulta de la combinación de una “haptene” y de una proteína de la cual depende, con toda probabilidad la especificidad del individuo. Los grupos de átomos que componen estas moléculas y las modificaciones posibles de su posición en el edificio molecular, son muy numerosos. Entre los seres humanos que se han sucedido sobre la tierra, no han existido sin duda dos cuya constitución química haya sido idéntica. La individualidad de los tejidos está ligada, de manera aún desconocida, a las moléculas que entran en la construcción de las células y de los humores. Nuestra individualidad tiene, pues, su base en lo más profundo de nosotros mismos.
Esta individualidad se imprime sobre el cuerpo entero. Reside lo mismo en los procesos fisiológicos que en la estructura química de los humores y de las células. Cada uno de nosotros reacciona a su manera a los acontecimientos del mundo exterior, al ruido, al peligro, a los alimentos, al frío, al calor, al ataque de los microbios y de los virus. Cuando se inyecta a animales de pura raza cantidades iguales de una proteína extraña o de una suspensión de bacterias, estos animales no responden nunca a esta inyección de manera uniforme. Algunos no responden en absoluto. Durante las grandes epidemias, los seres humanos se comportan según sus propios caracteres. Los unos caen enfermos y mueren. Los otros caen igualmente enfermos, pero sanan. Otros permanecen enteramente refractarios a la enfermedad. Otros, por fin, se afectan ligeramente, pero sin presentar síntomas definidos. Cada cual manifiesta un poder diferente de adaptación. Existe, como dijo Richet, una personalidad humoral, como existe una personalidad psicológica.
La duración fisiológica comporta también la marca de nuestra individualidad. Su valor, como se sabe, varía para cada uno de nosotros. Por lo demás, no permanece constante durante el curso de nuestra vida. Como cada acontecimiento queda inscripto en el fondo de nosotros mismos, la personalidad de nuestros humores y de nuestros tejidos se especifica más y más a menudo que envejecemos. Se enriquece con todo lo que ocurre en nuestro mundo interior, porque las células y los humores, como el espíritu, están dotados de memoria. Cada enfermedad, cada inyección de suero o de vacuna, cada invasión de nuestro cuerpo por las bacterias, virus, o sustancias químicas extrañas, nos modifican de manera permanente. Estos acontecimientos producen en nosotros estados alérgicos, estados en que se modifica nuestra reactividad. Y es por ello que los tejidos y los humores adquieren una individualidad más y más acusada. Los ancianos difieren mucho más unos de otros que los niños. Cada hombre es una historia, que no es idéntica a ninguna otra.
------------------------------------------------------------------------------------------------[8] )- Obviamente, este era el estado de la ciencia médica en 1935. Desde entonces, afortunadamente para muchos pacientes, se ha avanzado significativamente en la materia. ( N. del T.)