Estos datos de que ya hemos hablado deben servir de base a la reconstrucción del hombre. Nuestro primer deber es hacerles útiles. Asistimos, desde hace años a los progresos de los eugenistas, de los genetistas, de los biometristas, de los estadísticos, de los behavioristas, de los fisiólogos, de los anatomistas, de los químicos-orgánicos, de los químicos-biológicos, de los físicos-químicos, de los psicólogos, de los médicos, de los endocrinólogos, de los higienistas, de los psiquiatras, de los criminalistas, de los educadores, de los pastores, de los economistas, de los sociólogos, etc. También sabemos cuán insignificantes son los resultados prácticos de sus investigaciones. Este gigantesco conjunto de conocimientos se encuentra diseminado en las revistas técnicas, en los tratados y en el cerebro de los sabios. Cada cual sólo posee un fragmento. Hace falta, ahora, reunir estas parcelas en un todo, y hacer vivir este todo en el espíritu de algunos individuos. Entonces, la ciencia del hombre llegará a ser fecunda.
Esta tarea es difícil. ¿Cómo construir una síntesis? ¿En torno de qué aspecto de los seres humanos debe agruparse? ¿Cuál es la más importante de nuestras actividades? ¿La económica, la política, la social, la mental o la orgánica? ¿Qué ciencia debe crecer y absorber a las otras? Sin ninguna duda, nuestra reconstrucción y la de nuestro medio económico y social exige un conocimiento preciso de nuestro cuerpo y de nuestra alma, es decir, de la fisiología, de la psicología y de la patología. De todas las ciencias que se ocupan del hombre, desde la anatomía hasta la, economía política, la medicina es la más comprensiva. Sin embargo, está lejos de coger su objeto en toda su extensión. Se ha contentado hasta ahora con estudiar la estructura y las actividades del individuo en estado de salud y de enfermedad y de procurar sanar a los enfermos. Ha cumplido esta tarea con éxito muy modesto. Ha obtenido mayores triunfos, como se sabe, en la prevención de las enfermedades. Sin embargo, su papel en nuestra civilización ha seguido siendo secundario, excepto cuando, por medio de la higiene, ha ayudado a la industria a acrecentar la población. Se diría que sus propias doctrinas la han paralizado. Nada le impediría hoy desembarazarse de los sistemas de los cuales aún se vale y ayudarnos de manera más efectiva. Hace cerca de trescientos años, un filósofo que soñaba con consagrar su vida, concibió con la mayor claridad, las funciones de que era capaz. “El espíritu – escribía Descartes en el “Discurso del Método” – depende de tal manera del temperamento y de la disposición de los órganos del cuerpo, que es posible encontrar algún sistema que convierta a los hombres en más hábiles y mejores de lo que han sido hasta aquí, y creo que es en la medicina donde hay que buscarlo. Es verdad que la que se mantiene actual mente en uso contiene pocas cosas cuya utilidad sea notable, pero sin que esté en mi ánimo desdeñarla, podría asegurar que no existe nadie, ni siquiera los que de ella hacen una profesión, que no confiese que todo lo que de esta ciencia se sabe no es casi nada, junto a lo que resta por saber, y que se podrían eliminar una cantidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del alma y quizás también el debilitamiento de la vejez, si se obtuviese una suma de los conocimientos de sus causas y de los remedios de que la naturaleza nos ha provisto”.
Esta superciencia no podrá ser utilizada si no anima nuestra inteligencia en lugar de permanecer encerrada en las bibliotecas. Pero, ¿puede un cerebro humano asimilar una cantidad tan enorme de conocimientos? ¿Existen hombres capaces de conocer bien la anatomía, la fisiología, la química, la psicología, la patología, la medicina, y de conocer al mismo tiempo las nociones profundas de la genética, de la química alimenticia, de la pedagogía, de la estética, de la moral, de la religión, de la economía política y social? Yo creo que podría responderse afirmativamente a esta pregunta . La adquisición de todas estas ciencias no es imposible a un espíritu vigoroso. Exigiría alrededor de veinticinco años de estudios ininterrumpidos. A los cincuenta años, aquellos que tuvieran el valor de someterse a esta disciplina, se encontrarían capaces probablemente de dirigir la construcción de los seres humanos, y de una civilización hecha realmente para ellos. A la verdad, será necesario que estos sabios renuncien a las costumbres ordinarias de la existencia, quizás al matrimonio, a la familia. No podrían jugar al golf, ni al bridge, ni acudir al cine, ni escuchar los programas de las radios, ni pronunciar discursos en los banquetes, ni ser miembros de comités determinados, ni asistir a sesiones de las sociedades científicas o de partidos políticos, o de las Academias, ni atravesaría el Océano para formar parte en los Congresos Internacionales. Sería necesario que vivieran como los monjes de las grandes órdenes contemplativas. No como profesores de universidades, y menos aún como lo hacen los hombres de negocio modernos. En el curso de la historia de las grandes naciones muchos individuos se han sacrificado por la salud de su país. El sacrificio parece una condición necesaria en la vida. Hoy como ayer, los hombres se encuentran dispuestos al supremo renunciamiento. Si las multitudes que habitan las ciudades indefensas a la. orilla del Océano se encontrasen amenazadas por los explosivos y los gases, ningún aviador militar trepidaría en lanzarse, él, su aparato y sus bombas, sobre los invasores. ¿Por qué, entonces, algunos individuos no sacrificarían su vicia por adquirir la ciencia indispensable a la reconstrucción del ser humano civilizado y de su medio? Ciertamente, esta tarea es dura en extremo, pero existen espíritus capaces de emprenderla. La debilidad de los sabios que se encuentran a veces en universidades y laboratorios, proviene de la mediocridad de su fin. De la estrechez de su vida. Los hombres crecen cuando se encuentran inspirados por un alto ideal, cuando contemplan vastos horizontes. El sacrificio de si mismo no es difícil, cuando se arde en la pasión de una gran aventura.
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